El Fauno era una tienda friki. Y el Fauno tenía, en sus amplios sótanos, una plaza de toros.

No muy grande, por supuesto, porque tenía que caber debajo del edificio; lo justo para albergar un graderío, una arena circular, unos chiqueros y unas rayas de picadores. Como estaba bajo tierra, se iluminaba con unos focos colocados en el celaje que dependían de la caja de fusibles pintada de rosa que estaba al fondo. Todo aquel que efectuaba una compra especialmente grande en la tienda de arriba se ganaba un pase para bajar cuando quisiera a ver una corrida. Porque todo el mundo decía que los eventos que tenían lugar en aquel ruedo tan particular eran muy especiales, y que iban al revés, siempre, de lo que la gente esperaba de ellos.

La tienda pertenecía a tres hermanos que eran fan de los juegos de rol y de mesa, entre otros entretenimientos del nuevo milenio. Nando, el mediano, era el que más tiempo pasaba tras el mostrador, y tenía la llave de la cajita donde se guardaban las preciosas invitaciones. Nunca la abría a menos que el cliente lo mereciera, y para ello tenía que haberse dejado los cuartos en una compra especialmente generosa, digamos de más de cien euros de golpe, dinero por el que se llevaba a cambio un montón de libros, cartas, juegos de mesa y quién sabe si un calendario firmado por la propia Scarlett Johansson de esos que tenían en la caja del fondo. Y, por supuesto, la entrada para bajar al ruedo. Lo que nunca les decían era qué iban a encontrar allá abajo.

Uno de los clientes que lo hizo, llevándose solo calendarios navideños de la Tierra Media, fue el diestro Gansón, un torero andaluz que vivía en aquel barrio. Gansón era un diestro de los de pura raza, con familia vinculada con la Fiesta desde hacía muchas generaciones. Era un hombre entrado en sus veinte, decidido, sin miedo a casi nada y no demasiado culto, pero tampoco le hacía falta, pues para satisfacer su única pasión no necesitaba muchas neuronas. Creció en un entorno en el que los toros eran venerados con el mismo fervor con el que se los trataba en el antiguo Egipto y en Creta, donde se los consideraba dioses. Pero aquellos dioses, él lo sabía y se le escapaba de refilón con cada chupito, estaban hechos para medirse con otras divinidades distintas, los hombres, a ver cuál de los dos mordía antes el polvo.

Pero esa es la historia de Gansón, y no la contaré aquí, porque este es el cuento de la plaza de toros que había bajo la tienda friki.

Cuando tuvo en su mano la invitación, casi dio saltos de alegría. ¡Un ruedo oculto, que él no conocía! ¿Le dejarían participar, podría apuntarse a alguna corrida de toros? Ojalá… a menos que lo que tuviesen allá abajo no fueran bestias taurinas típicas, sino dragones amaestrados, basiliscos o gorgonas, seres contra los que ni su capote ni su estoque podrían hacer nada. Pero no, le quitaron el miedo de encima asegurándole que allá abajo lo más raro que podría encontrar era la fauna friki que llenaba las gradas, y que ya de por sí merecía un atlas antropológico propio.

Gansón bajó las escaleras y se asombró al ver la plaza, iluminada por los potentes focos, que no tenía nada que envidiar a aquellas que hicieron famosas las cornadas de los toros de lidia, o el molinete de rodillas de los legendarios Belmonte o Manolete. Además, poseía todos los elementos que una plaza que se precie debe tener, si no quiere ser el hazmerreír de la afición: allí estaban los corrales, las puertas de cuadrilla, la del arrastre, las galerías de las caballerizas, el callejón de la barrera… Sí, era una plaza muy completita, aquella. Tanto, que Gansón sintió el viejo cosquilleo en la entrepierna que le pedía a gritos que se ajustara la taleguilla y se pusiera el corbatín y las chorreras de su traje de luces, porque aquella arena pedía a gritos ser teñida de rojo.

El único elemento que había allá abajo que lo dejó descolocado, porque no podía ni siquiera llegar a imaginar para qué serviría algo así en aquel contexto, era una especie de jaula de cañas, muy grande, tanto como para albergar en su interior a varios toros bravos, que se levantaba en pleno centro del ruedo.

Gansón lo estuvo contemplando un rato, su mente puesta a trabajar —algo a lo que no estaba muy acostumbrada—, pero por mucho que se esforzó no llegó a ninguna conclusión que lo satisficiera. ¿Era un cachivache para guardar dentro a los animales mientras los hombres se preparaban para la ceremonia de cortejo? No tenía sentido, los toros se toreaban, no se exhibían como si fueran pájaros. ¿Sería una especie de refugio de emergencia, una especie de castillo, donde los toreros novatos se podrían meter en caso de problemas? Esa idea también la desechó, no solo porque para eso ya estaba la barrera, sino porque la mera idea de esconderse de la bestia detrás de una jaula de barrotes atentaba contra todos y cada uno de los principios de arrojo y valentía de aquel deporte. Además, la jaula, por enorme que fuera, estaba hecha de caña, de simples palos; nada que un demonio cuadrúpedo enfurecido no pudiera derribar de una egregia «corná».

En fin, pensó, ya se enteraría en cuanto empezara la lidia.

Sonaron unas campanas, señal de que el espectáculo iba a comenzar, y el público de las gradas se preparó. Estaban emocionados, se les notaba, y eso que tenían cara de no haber pasado por la taquilla de una plaza en su vida, pensó el andaluz. Una chica que vendía golosinas y chucherías pasó cerca, y Gansón le compró una bolsita de altramuces.

Entonces se abrieron las puertas grandes, y entró una fila de cinco hombres y mujeres, todos desnudos, que iban con la cabeza agachada y los hombros caídos, como reos en el paseíllo hasta el patíbulo. A Gansón se le descolgó la mandíbula inferior del asombro, al verlos. ¿Qué carnavalada era aquella? ¿Personas en cueros en un espectáculo público? ¿A qué clase de perversión del nuevo milenio estaba asistiendo?

No separó la vista de aquellos desgraciados mientras unos rejoneros los metían a golpe de pica dentro de la jaula de caña, y luego cerraban la puerta. El público estalló en un frenesí de aplausos, y Gansón (crunch), mientras tanto (crunch), nervioso (crunch), se comía sus altramuces (crunch).

Cuando los prisioneros estuvieron a buen recaudo, otra puerta se abrió, y aquí la multitud sí que se volvió loca, porque salieron lo que parecían carrozas de carnaval, ricamente iluminadas y decoradas, cada una de ellas con un nivel de complejidad en sus luces que parecía un palacio de luz en miniatura. Gansón tardó en darse cuenta, por el brillo que le cegaba los ojos, que las carrozas o los vehículos no eran tales, sino que las carcasas luminosas eran como howdahs1 apoyadas en gruesos y oscuros lomos. ¡Eran los toros! Aquellos animales habían sido decorados como castillos de pirotecnia andante, y estaban paseando su esplendor ante el público, que aplaudía arrebatado semejante despliegue de belleza.

Gansón tragó saliva al darse cuenta de que en aquella escena disparatada, en aquella lidia demente, eran los animales los que vestían trajes de luces.

Otra bocina dio comienzo al espectáculo, y el veterano torero se asustó, se estremeció, se acomplejó y se indignó ante la dimensión cruel y sádica de lo que estaba pasando ante sus ojos: en la arena, los rejoneros habían abierto las puertas de la jaula, y los prisioneros salían corriendo para que no los picasen con sus lanzas. Corrían en círculo, despavoridos, mientras los toros iluminados los perseguían como locomotoras histéricas. En algún momento cayeron objetos al ruedo, lanzados desde la barrera, para que los humanos los cogieran: eran capotes rojos, espadas y banderillas, que les suministraban a los hombres para que tuvieran una mínima oportunidad de defenderse. Pero, aun así, las apuestas estaban demasiado a favor de las bestias.

Con un estremecimiento, el diestro Gansón entendió lo que estaba viendo: era la Fiesta al revés, el espectáculo donde el animal se vestía de luces y perseguía al bípedo por la pista, dispuesto a empitonarlo a la primera de cambio. En este día eran los toreros los que estaban siendo toreados, lidiados, por las bestias taurinas. ¡Era una corrida de diestros! Y la arena ya chorreaba ese pastoso color bermellón…
No pudo aguantarlo más y se levantó, con toda la gallardía y el impulso del buen torero. Todos le miraron, extrañados: los organizadores, el público e incluso la chica de los altramuces. Se le notaba en la pose impetuosa, en el perfil gallardo, en la sombra que su arqueada espalda proyectaba contra el asiento, que allí había un asesino de toros de pura cepa, émulo de Minos de Creta y de Mentuhotep el egipcio. Las pobres víctimas que corrían por la arena lo miraron con ojos llorosos, esperanzados. Una de ellas tenía el mismo rostro que Gansón, solo que pálido y demacrado.

Y entonces… (crunch)

Gansón el hijo de Manolete aplastó su último altramuz entre sus molares… (crunch)

¡Y se dio la vuelta y salió huyendo de allí como alma que lleva el diablo!

Alcanzó tal velocidad, y tan atolondrada fue su fuga, que incluso su propia sombra tuvo dificultades para seguirle. Trepó por las escaleras de cuatro en cuatro, salió a la tienda friki, donde se ganó las miradas extrañadas de los clientes, y salió huyendo despavorido a la calle, entre gritos de «¡El mundo está al revés, el mundo está al revés!».

Nadie se molestó en detenerle, ni siquiera la chica, que le perseguía para devolverle el cambio de los veinte euros. El diestro Gansón solo sabía que en alguna parte de aquella ciudad estaría la línea de meta que marcaría el final de aquella pesadilla, y que jamás, jamás, bajo ningún concepto, volvería a hincharse a gachas picantes en la cena.